Del miedo a la muerte
Atrapada al interior de un vehículo una mujer grita auxilio. Con todas las fuerzas que le quedan pide “salven a mi bebé”, entre los fierros retorcidos del automotor. Ella está en la mitad de una camioneta. Su madre yace muerta a su derecha, con la puerta clavada contra su cuerpo. Fuera, un joven llora desesperado pidiendo ayuda, mientras pisa sin zapatos los restos de un vidrio roto en el suelo de la carretera. Los espectadores intentamos mediar, pero es imposible. Llegan los bomberos y se dan a la tarea de extraer a la mujer y la criatura en su vientre. No pueden porque las latas se doblaron de tal forma que los fierros no ceden a la sierra.
“¡Ayuda!”,
repite una y otra vez el joven descalzo mientras las lágrimas le brotan a su
rostro como un río endemoniado. Llega un segundo hombre al fatal accidente y le
increpa “tú mataste a mi mamá”, mientras la gente y los paramédicos median para
que no reviente a golpes a su hermano. Con la furia de un león también llora y
grita y maldice. Nadie puede hacer nada más que los profesionales presentes y
hay que retirarse con la esperanza que logren rescatar a la embarazada.
Días
después el rumor maligno se confirma. No lo logró. La embarazada y su bebé
murieron también junto a la madre de familia. Abuela y nieto/a no se llegaron a
conocer en este mundo. La muerte no se detuvo y arrastró a tres consigo. De un
solo tajo. Y uno se queda pensando cuándo será que nos sucede. Ese aferrarse a
la vida mientras la parca te lleva consigo. Los deudos llorando la partida que
deja una cicatriz para siempre. Un silencio incómodo mientras la ausencia gana
terreno.
Libre
de culpas y de dudas, el cuerpo ya sin vida se hunde en el suelo. Será recuerdo
un día. Seguramente olvido en el futuro. Espero que no. Y ese miedo a la muerte
que se acomoda en la cabeza, aunque la razón intenta echarles a escobazos del
lugar. Y existe. Y es, aunque sabemos que tarde o temprano llegara. Una cita
sin fecha ni horario que se cumplirá al arrancarnos para siempre de este pedazo
de espacio y tiempo.
Las
sombras ocuparán entonces las casas en luto y los atuendos de color negro serán
usados. Y vendrá la misa de un mes de fallecimiento, luego la de un año y luego
será un ir al cementerio en el día de los muertos y recordar (tratar al menos)
de lo que fue esa persona en vida. Los ojos clavarán su vista en la lápida
donde se inscriba el nombre y un epitafio marcando la partida para siempre. El
adiós final.
Y
aunque sé muy bien que nada evitará la muerte, siento miedo. Al después y la
despedida. Al preguntar sin recibir ninguna respuesta. Al beso y el abrazo
pendientes sabiendo que no podrán ser más. A esa lucha contra el olvido para
que el recuerdo siga presente, mientras los gusanos se han comido todo y
únicamente los huesos queden como testimonio. A ese llanto sin consuelo
esperando que el tiempo forje la cicatriz.
A mi
sin ti, sin ustedes.
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